Como cualquier propietario prudente, don Ezequiel hizo fila para reclamar el pago del bono. Debía aprovechar la ocasión que concedía el gobierno para los que perdían una parte esencial de su propiedad por una decisión que había provocado numerosas polémicas. Para limar asperezas, el presidente se puso a ofrecer indemnizaciones que los tenedores del bien que se les quitaba se apresuraron a aceptar, aunque algunos a regañadientes. Estamos en 1855, un año después de que el general José Gregorio Monagas decretara la abolición perpetua de la esclavitud que produjo las incomodidades que ahora se subsanaban. Allí, en esa subsanación, en esa búsqueda de arreglo, en esa cola de hoscos solicitantes estaba don Ezequiel con los papeles de sus negros, con la identificación precisa de cada uno de ellos, tras el objeto de cobrar el “bono de esclavitud”, para cuya cancelación se había dispuesto la suma de 5 millones de pesos. Algo de la estrambótica cantidad le tocaba en estricta justicia, consideraba, pues su finca perdió brazos debido al afán abolicionista del mandatario. Como cumplió con los requisitos, se hizo de unos papeles de la deuda pública que negoció en el comercio de la capital.
Habían quedado atrás sus tiempos de pulpero en Villa de Cura, cuando vendía o compraba mulas entre los campesinos y leía en voz alta los editoriales de El Venezolano que mandaba desde Caracas don Antonio Leocadio con unas banderas amarillas de la oposición. Ya no era el gritón local de los liberales a quien se había birlado por oscuras artes una candidatura de representante de su comarca, ni el oficial condenado a muerte por pedir “tierras y hombres libres” en el comienzo de las contiendas civiles. Después de librarlo del paredón debido a la atracción que le produjo su coraje en los combates, el general José Tadeo Monagas le había encomendado altas funciones en la milicia, entre ellas la de conducir a Páez al cautiverio. Al pasearse por los caminos con el Centauro cargado de cadenas, con el lancero de Carabobo convertido en individuo minúsculo, don Ezequiel se hizo más notorio, más estelar. Pero la suerte también lo acompañó en el cultivo de la parcela familiar. Casó con doña Estéfana, una viuda que no solo tenía haciendas, sino también la misma sangre de don Juan Crisóstomo, su hermano, valiente conductor de tropas, lector de poesía y encarnación del regionalismo occidental. La boda fue oficiada por el arzobispo con la primera dama de la república como testigo, para que no quedaran dudas sobre su consagración en la cúpula de la sociedad.
Durante el período de su ascenso, y especialmente cuando se discutía la abolición de la esclavitud, sonó el nombre de un tal Luis Blanc, que era vocero en Europa de lo que hoy llamamos socialismo utópico, pero no hay constancia de que don Ezequiel estuviera enterado de sus propuestas. Supo algo de la Revolución Francesa por los cuentos de un cuñado alsaciano, y sobre “principios de igualdad” de los cuales hablaba en las tertulias un abogado cercano a la parentela. La indemnización que pidió por sus esclavos respondió a lo habitual entonces, a un acomodamiento social y a un crecimiento de fortuna material que no admiten reproches porque nadie lo vio entonces metido en los pillajes de don José Tadeo, ni en trabajos de carbonario madrugador. Más tarde, durante la Guerra Federal, fue compasivo con sus soldados y se ajustó a la rutina de modestia de los campamentos, mientras ofrecía la sorpresa de mostrarse partidario de cortar la cabeza de los enemigos que supieran leer y escribir. También es comprobable su sabiduría en el manejo de las batallas, solo desmentida por apresuramientos de última hora que lo llevaron a la muerte cuando se perfilaba como líder de los caudillos que terminarían en la casa de gobierno.
Si esta aproximación es verosímil, presentar a don Ezequiel como pionero del socialismo del siglo XXI es tan disparatado como la decisión ya vieja de los adecos de bautizar con su nombre una universidad. Una casa de estudios cobijada en el regazo del anunciador de una escabechina de usuarios de los lápices y los libros fue una enormidad, capaz de animar la peregrina interpretación del personaje que hacen hoy los chavistas.
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