La contradicción entre ilusión y realidad acosaba a la mayoría de los venezolanos al acercarse el año 2015 a su final. Durante años, media Venezuela lo habían intentado todo, pero ni modo. Como en el famoso cuento de Augusto Monterroso, cada mañana al despertar, uno comprobaba que “el dinosaurio todavía estaba allí”. Hasta que el 6 de diciembre, a pesar de todos los pesares, el CNE no tuvo otro remedio que admitir la victoria de los candidatos de oposición en las elecciones parlamentarias. Un triunfo en verdad excepcional: los diputados de la alianza opositora MUD conquistaron ese día dos terceras partes de la Asamblea Nacional.
Un mes después, al instalarse el Poder Legislativo, Henry Ramos Allup, nuevo presidente de la Asamblea, pronunció en cadena de radio y televisión un impactante discurso, en el que indicó que la oposición, ahora con mayoría calificada, estaba en condiciones de decidir, en un plazo no mayor de seis meses, “la salida constitucional, democrática, pacífica y electoral para la cesación del gobierno”, oferta que había sido el eje central de la campaña electoral de la MUD. Luego añadió que de inmediato la AN procedería a aprobar una Ley de Amnistía para los presos y perseguidos políticos del régimen, y que estas acciones eran “compromisos no transables”.
Ya sabemos lo que pasó entonces. Nada. Incluso aquellos compromisos esenciales no pasaron de ser una vaporosa quimera. Sin duda porque el régimen, más despiadadamente que nunca, borró de su menú de opciones los artificios adoptados por Hugo Chávez para simular que su proyecto de dominación totalitaria se ajustaba a las reglas del juego democrático, juego a todas luces heterodoxo pero democrático al fin y al cabo, y porque los dirigentes de la oposición, para no poner en peligro su aspiración a conquistar electoralmente espacios políticos, a pesar del 6-D, siguieron negándose a llamar las cosas por su nombre. Pudo así el TSJ anular con impunidad todas y cada una de las acciones y decisiones de la AN y el CNE pudo, primero, sembrar de obstáculos el camino para llegar al referéndum revocatorio del mandato presidencial de Maduro antes del 10 de enero y, después, sencillamente suprimir de un plumazo esa legítima alternativa constitucional para cambiar de gobierno.
El último factor que le permitió al oficialismo salirse con la suya sin pagar un precio excesivo fue la inexplicable debilidad muscular de la oposición, tanto para oponerse eficientemente al TSJ y al CNE, como su inexplicable decisión de desmovilizar al indignado pueblo opositor en el altar de una farsa llamada “diálogo”, montada por el régimen con la estrecha colaboración de José Luis Rodríguez Zapatero y su combo de ex presidentes latinoamericanos.
El desenlace de estas claudicaciones es la penosa desesperanza que se ha adueñado del ánimo opositor, cuyo más irremediable efecto ha sido el rotundo fracaso de la movilización popular convocada por la MUD y la Asamblea Nacional para este 23 de enero.
No hay, sin embargo, mal que por bien no venga. La reacción implacable del régimen ante su aplastante derrota del 6 de diciembre y la debilidad extrema de la oposición para enfrentarla, si bien han hecho del año 2016 el peor de estos 18 años de chavismo, puede convertirse en el gran generador de cambios en la realidad política de Venezuela. En primer lugar, porque la oposición parece haber dejado de lado su inútil cautela a la hora de caracterizar al régimen y, de manera unánime y muy categórica, ahora lo califican de dictadura. En segundo lugar, porque también han cerrado, según ellos, “por completo”, el capítulo de diálogo con el gobierno. Por último, porque, si bien no lo han dicho expresamente, al considerar al régimen como dictadura y rechazar finalmente el diálogo porque resulta imposible dialogar con una dictadura, la oposición deja de ser simple oposición y se convierte, incluso contra los deseos de algunos, en disidencia. Con todas sus consecuencias. Un cambio que produce, a partir precisamente de la desesperanza, una percepción muy distinta del futuro desarrollo del proceso político venezolano y de las acciones a emprender para devolverle su vigencia a la Constitución Nacional y al Estado de Derecho. Como alguna vez advirtió Chávez, sin medias tintas ni pendejadas.
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