Es explicable que los venezolanos, por víctimas del narco-régimen que nos secuestra, medremos todos, hoy, en una línea de supervivencia. Todos a uno somos presas de la trinchera, que nos libra de los disparos mientras apenas imaginamos cómo salvar nuestras vidas. Lo que vale, incluso, para quienes bregan tratando de dirigir a un colectivo muy arisco y desconfiado. De allí la incertidumbre nacional. Todos a uno nos miramos en el ombligo y vemos neutralizadas nuestras fuerzas de lucha a la manera de quienes le tiran golpes al viento.
En pocas palabras, ni el secuestrador logra domeñarnos como colectivo, salvo para agredirnos a diario con espíritu de sevicia, ni la oposición formal –por electoral– alcanza sujetarnos como nutriente constante de su actividad política; pues al no ser conjunto social y en nuestra liquidez, apenas coincidimos como apostadores desesperados por el cambio, como cuando le entregamos a esta el dominio de la Asamblea Nacional.
Cabe pues, ensayar críticamente y como autocrítica, una revisión de nuestro panorama. Por lo visto, cuando menos desde abril de 2002 –en mi caso desde 1999– tirios y troyanos hemos aplicado distintas terapias para contener la deriva autoritaria marxista y resolver sobre nuestra anomia, y los resultados, pasados 18 años, siguen siendo negativos. O la medicina no es la adecuada, o el diagnóstico es equivocado, o ambas cosas a la vez; o los pretendidos médicos de la nación somos tan inexpertos como un “médico cubano”.
Lo constatable, si miramos hacia atrás para encontrar algún punto de partida, como Estado y sociedad incipientes o en forja, cabe señalar que durante la primera mitad del siglo XX nos hacemos república militar alrededor de los cuarteles. Todos a uno, entonces, aspiramos a que las peonadas nos llamen coronel o general. Y mal que bien contamos con un arraigo, que le pone freno a nuestro nomadismo originario.
En la medida en que la población crece y se educa, ese molde se rompe. Lo sustituye otra narrativa, distinta a la de la fuerza y elaborada a lo largo de una generación (1928-1959); que si bien no disminuye el peso del Estado lo equipara al de una sociedad articulada alrededor de los partidos civiles y del sueño democrático. Son estos los nuevos elementos de la identidad ciudadana. Y así casi que concluye nuestro único siglo, el siglo XX, el de nuestra real existencia como república.
Pasada otra generación bajo la llamada república civil, a partir de 1989 cede tal identidad partidaria y el país se hace hilachas. Se cuece paulatinamente como tal y en medio de la violencia que les propia, y que salta en escalera, pues ya ni los cuarteles logran dominarnos y la adhesión que concitan los partidos desaparece.
La república con sus poderes y mediadores se tornan para lo sucesivo en franquicias. Derivan en cascarones vacíos, acaso útiles solo para sostener en pie lo único que aprendemos los venezolanos desde nuestra hora germinal, como chopos de piedra o militares profesionales o bajo firmes liderazgos civiles de fuerza caudillista, a saber, votar, una y otra vez, y tener puestos.
No hay espacio para argumentar ahora por qué, otra vez, nos hicimos rompecabezas, salvo para subrayar que llegada la globalización y caído el Muro de Berlín la territorialidad política y sus cárceles de ciudadanía ceden en el Occidente. Todos pasamos a la desnudez y mutamos en “babeles” de ex ciudadanos.
No por azar, Carlos Andrés Pérez se distancia de su partido socialista de afiliación para resolver sobre nuestra anomia, con técnicos calificados a su servicio. No por azar Rafael Caldera habla del rompecabezas, se separa de su partido humanista cristiano y se empeña en una reforma constitucional, que los partidos matan en el camino “para no hacerle ese favor”, arguyen.
No por azar, el tercer hombre de esa agónica transición que se inicia en 1989, Hugo Chávez, una década después ofrece como salida lógica y oportuna la constituyente, y en mala hora se hace traición y engaño. Prefiere sobreponer su personalismo autoritario esquizofrénico, a la manera del monstruo que se alimenta del desencuentro social, disimulándolo tras su carisma.
Al morir, llegado Nicolás Maduro, a quien la Providencia le niega todo ángel o virtud, la realidad sigue allí y se hace palmaria. Más que al principio, casi pasada otra generación, todos a uno de los venezolanos nos descubrimos sin affectio societatis. Somos un gentío al garete.
En síntesis y como enseñanza, cabe decir que los ejercicios de diálogo realizados en las tribunas y entre quienes las ocupan –si cabe la comparación– no podían tener otro alcance que el de los pactos entre quienes, cómodos y en sus sillas, arreglan a conveniencia los resultados de una carrera de caballos que aún no comienza. La cuestión es que los jinetes contratados no dominan a los caballos y estos, suerte de pueblo fuera de madre, corren dispersos sobre la pradera. Nada ni nadie lo atrae, por ahora.
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